
El virus femenino del liderazgo
En el mundo las mujeres representamos el 40% de la fuerza de trabajo mundial, pero en relación con los hombres afrontamos situaciones de desigualdad, agravios comparativos e innumerables injusticias.
Estas diferencias son más palpables a medida que nos adentramos en países menos desarrollados. Hay aún numerosos lugares donde la tradición machista, ya sea de raíz religiosa o simplemente cultural, impide que las mujeres tengan acceso a la titularidad de las tierras que cultivan o las viviendas donde habitan, como tampoco a la educación o a la sanidad. Las mujeres que viven en países de la Europa del norte, EE.UU., Canadá o Australia, gozan de una equiparación en derechos y en hábitos sociales que la mayor parte de las mujeres del sur de Europa, Latinoamérica o el avanzado Japón no tienen todavía. Por mi trayectoria personal he podido ver mujeres que representan muy bien estos tres mundos y sus maneras de vivir son muy diferentes.

Campaña Unicef 2006 en Bale Goba (Etiopía)
Pero, a pesar de las desigualdades tanto legales como formales que afectan a más de 3,000 millones de mujeres, el liderazgo femenino crece incesantemente, incluso en países emergentes como China, donde ya un 20% de los negocios están llevados por mujeres, o en Indonesia, donde crece de modo incesante el número de mujeres que implantan su propio negocio y son consumidoras de microcréditos.
¿Qué es lo que permite cambiar de una situación a otra? Como en casi todo, no existe una fórmula mágica. Lo que hay son innumerables iniciativas, públicas y privadas, que poco a poco van cambiando los esquemas culturales y las realidades sociales. Las reformas legales, los cambios estructurales en la economía, la constante labor de las ONGs y los esfuerzos de las de las plataformas reivindicativas especializadas van poco a poco cambiando en todas partes los esquemas culturales y la realidad social de la mujer. Pero junto a todo ello, hay un elemento determinante que es la capacidad propia de las mujeres, un componente más individual, al que me referiré como «el virus femenino del liderazgo».
Este “virus femenino del liderazgo” se activa en sus portadoras, las mujeres, cuando hay un «caldo de cultivo» favorable, un entorno que permita el cambio y un nivel suficiente de autoconciencia y voluntad. Este “virus” ha de ser capaz de contrarrestar las “defensas naturales” del organismo femenino, “defensas” que identificamos con resistencias personales, sistemas de creencias y comportamientos arraigados, resistencias bautizaremos con el nombre de «piloto automático».
Pues bien, por un lado el virus, y por otro el piloto automático. Vayamos por partes.
Hablemos primero del piloto automático, de una especie de automatismo mental, interno en las propias mujeres, que describe muy bien la directora ejecutiva de Facebook, Sheryl Sandberg. Consiste en la autonegación que una mujer trabajadora se hace a sí misma de oportunidades profesionales que le llegan, justamente cuando ha decidido quedarse embarazada. La mujer, en esta situación, prefiere «lo malo conocido» de su puesto de trabajo a una posible promoción o a una oferta laboral interesante. Se queda pues en su puesto de trabajo y cuando vuelve después de la baja maternal, se da cuenta que se le ha quedado pequeño, que quienes antes estaban a su altura ahora están muy por encima, lo que les decepciona y desmotiva. Con el tiempo muchas acaban abandonando su puesto de trabajo o dejando de buscarlo cuando lo han perdido.

Mujer de Miró
Así por ejemplo, de las mujeres en edad laboral que convivían con su pareja y sus hijos el año 2010, un 55 % estaban en su casa, al margen del mundo laboral. Un estudio del 2010 elaborado por Goldman Sachs muestra que si hombres y mujeres trabajaran por igual, el PIB de la zona euro podría crecer en un 13%, y el del Sur de Europa subiría hasta el 20%.
En segundo lugar, otra forma que toma este piloto automático femenino es el hecho de que, pese a tener una educación más completa, cuando negociamos, las mujeres tendemos a pedir menos que los hombres. Así pues, llegamos a tener empresas, sí, pero más pequeñas que las de los hombres y nuestros puestos de trabajo están peor remunerados.
¿Y quién es responsable de ello? Sólo nosotras, las mujeres, cada vez que decimos sí a un sistema de creencias limitantes, que interfieren en nuestro progreso como ser humano. Pero la mujer tiene la capacidad de sobreponerse a este piloto automático, a estos automatismos negativos y creencias limitantes, que comienzan en los lugares íntimos, en la mesa, en la casa, en la cama e incluso en la propia mente.
Las mujeres hemos de ser conscientes de las capacidades que tenemos, algunas de ellas asociadas específicamente a nuestra condición de mujer, y que nos aportan rasgos muy bien valorados por los estudios de liderazgo más recientes. Tenemos, en general, una mayor empatía, una mayor capacidad escucha, una mayor capacidad de integración, una visión más realista de las cosas y una mayor capacidad para hacer efectivos nuestros valores.
Todos estos elementos favorecen comportamientos más colaborativos, más integradores, que hacen que se desarrolle un estilo de liderazgo «transformador o potenciador de las personas». Este estilo está demostrado que es más efectivo y tiende a ser mejor aceptado por la gente. Del mismo modo, en la naturaleza, las manadas de caballos prefieren ser guiados por una yegua que por un semental nervioso. Una yegua les garantiza una alimentación de calidad y lugares para descansar y reproducirse.

Yegua liderando una manada de caballos
La manera de avanzar y afianzar este tipo de liderazgo más transformador es dejando que se libere el «virus femenino del liderazgo» al que nos referíamos antes. Entonces, tomamos conciencia de nuestros automatismos y también de nuestros recursos propios, procediendo a activarlos.
De todos modos, como dice Anderson, el viaje hacia el afianzamiento del liderazgo es siempre gradual y va asociado al logro de sucesivos niveles de conciencia. La persona parte de un nivel de conciencia más pequeño, egoísta, donde todo el mundo ha de satisfacer sus necesidades, y puede ir avanzando hasta alcanzar un nivel de conciencia unitivo, el que podemos percibir en figuras como Teresa de Calcuta o Ghandi.
Obviamente, no todo el mundo alcanza este nivel de conciencia máximo. Tras el nivel meramente egoísta hay un segundo escalón, tras superar el nivel meramente egoísta, que es el nivel de conciencia dependiente. Se trata del nivel de conciencia mayoritario (50%), donde se ubicarían hombres y mujeres dependientes, dependientes de las opiniones de los demás, de grupos como la empresa, la familia o los amigos. Las mujeres que se insertan en este nivel de conciencia desarrollan estilos de “liderazgo dependiente”.
Pero cuando logran romper este vínculo y se dan cuenta que el grupo en el que se insertaban no le sirve ya como referente exclusivo, pueden dar el paso hacia un tercer nivel de conciencia, más independiente y creativo. Un nivel en el que se inserta el 20 % de las personas y que les invita a crear empresas y proyectos propios, desde una gran independencia de criterio.
Sin embargo, existe un nivel superior de conciencia y de liderazgo, sin duda más deseable y conveniente para todos, un cuarto nivel al que sólo llega un 10 % de las personas. Se trata de un estilo de liderazgo integrador, un estilo orientado a establecer relaciones integradoras y solidarias entre personas y grupos y a promover una relación más armónica con la naturaleza. Las mujeres solemos mostrar mayor capacidad para este tipo de liderazgo, que supera sin duda a los anteriores porque es capaz de obtener lo mejor de las personas y equipos.
Existe finalmente un quinto nivel de liderazgo, el unitivo, al que ya nos referíamos antes y al que acceden apenas un 5% de las personas. Se trata quizás del tipo de liderazgo ideal, pero muy difícil de implementar. Quien alcanza ese nivel de conciencia es capaz de participar al mismo tiempo de de todos los niveles de conciencia anteriores, y de transformar por dentro a las personas que siguen su liderazgo. Se trata de un liderazgo que no es difícil de encontrar en el seno de las familias, pero que solo excepcionalmente aparecen en el ámbito de las empresas o en líderes políticos o espirituales.
En conclusión, las mujeres debemos saber que dentro de todas nosotras hay un «virus femenino de liderazgo», en algunas en estado latente, en otras en plena actividad, contagiando a muchas otras. Sólo nosotras decidimos si lo queremos dejar latente o lo preferimos activar. Cualidades tenemos, preparación mucha, en general superior a la de los hombres. Por eso, y como decía Ghandi, si uno quiere cambiar el mundo, mejor que empiece por cambiarse a sí mismo.